Hacedor de Santos: Entre sueños y destinos
En el páramo un chaparrón caía sobre las tejas del techo, mientras el agua empezaba a filtrarse por las ventanas. Entumecido por el frío, caminé atolondrado hacia el fogón, deseaba hacer un guarapo.
Para mi sorpresa, al llegar, había sobre la mesa una humeante taza. Fray Bernardo se había despertado en la madrugada, como de costumbre, y suponía que pronto estaría buscando una taza de café con papelón para calentarme.
Estaba sentado en la penumbra sosteniendo un pocillo, concentrado en la inquieta danza de las llamas al devorar la leña. Era una de sus maneras predilectas de pasar el tiempo en la madrugada.
Al oírme volvió su rostro, vio mis ojos detenidamente y con voz suave pero profunda, preguntó: ¿Rojas andas entre sueños? Habla de lo que te traes entre ceja y ceja, entre sorbo y sorbo de calentao, tienes cara de susto, regurgita como buitre esa pesadilla. Entre palabras entrecortadas y titubeos, empecé a recordar. Me vi en un rancho del páramo Mariño, cerca de la laguna de los patos.
“Entre paredes de bahareque, bajo un techo de caña amarga ennegrecido por el humo, en la cercanía de un lago rodeado de niebla y ecos de silencio. En la sala en un rincón había un montonón de plátanos verdes, el piso de tierra apisonada estaba cubierto de tallas de santos, vírgenes, troncos, pedazos de madera, aserrín y colgadas en las paredes había oraciones y estampas de santos. Junto al fogón, esculpía a golpes de escoplo un tronco de cedro. Pasaba días y noches encerrado desbastando tallos hasta estar satisfecho con la forma que iba brotando, a veces sentía que no era yo quien esculpía sino que la madera me iba guiando para mostrar los secretos que escondía. No buscaba la armonía, ni imitar estampas de santos, solo el desosiego me dirigía y fluía a cada golpe hasta que llegaba la quietud a mi alma y podía empezar a corregir lo que la furia había desbastado. Así empezaba a brotar la belleza, el escoplo creaba gestos, sentimientos, intuiciones y verdades. Cuando el cansancio me detenía, salía del refugio a ordeñar vacas, recoger algunos curos y frutas para guardarlos en la caja de víveres. Luego convertía la aspereza de la madera en piel”.
“De vez en vez el cielo se despejaba y hacía largas caminatas sin destino. Parecía que al caminar mi vida se había convertido en una travesía que me llevaba por desconocidas encrucijadas. Entre caminos perdidos, llegué a una oscura cueva y comencé a bajar al interior de la tierra, sentía un calor seco y oía gemidos de sufrimientos a lo lejos”.
“Eran los condenados y arrepentidos por el peso de sus pecados, su destino se les develaba cuando cruzaban el ancho e inquieto río en una canoa guiada por un barquero a quien no se distinguía el rostro, estaba oculto tras una negra capucha, a sus pies recostado descansaba un can. Allí estaba yo: cruzando un río de agua espesa y remadas silenciosas. Al tocar la orilla con el bote, caminé hasta donde se veía un paisaje edénico”.
Rojas estabas en el reino de los bienaventurados.
“Allí caminaban entre lujuriosos jardines personas vestidos con batolas blancas, la beatitud de sus rostros herían, me llamaban pero huí ante aquellos bendecidos. Al salir de las profundidades de la tierra evitaba los lugares poblados, porque cuando me acercaba a ellos era recibido por los micos con piedras y gritos:
‘Eres un yerbatero y rezandero’”.
Al oír aquel sueño el fraile, sopesó cada palabra antes de hablar.
– Rojas, no sé si este convento de agustinos sea tu destino. Pero algo sí creo saber, estás sepultando algo de ti entre este claustro. Los sueños son mensajeros misteriosos para guiarnos, quizás ese enfrentamiento no te lleve a la salvación, pero si a la realización de tu destino. Cada vez que oía esas palabras, se me revolvían las tripas, sonaba como si no existiese el libre albedrío para realizar paso a paso mi vida. No deseaba verme a atrapado como Jesucristo, por cumplir antiguas profecías, que lo llevaron al Gólgota.
Destino, sino, hado, estrella, fatalidad… palabras con rostros diversos que nos someten, me hicieron recordar cómo llegue al Colegio de Palmira:
– Había entrado cuando apenas dejaba de ser niño, debido a que Macario Rojas, mi taita, era amigo de los frailes Miguel Avellaneda y Bernardo Müller. Mi madre, Fidelina del Carmen Ovalles, murió a causa de una calamitosa peste, y mi padre no pudo soportar esa herida, había perdido el sentido de su vida. Sabía lo que eran esas huellas profundas en el alma, pues a lo largo de los años había enterrado a siete de sus hijos: sólo sobrevivimos el mayor Esteban y yo, él menor de todos.
Su voluntad de vivir se desmoronó, dejó de hacer y vender picadura y puros de tabaco que compraba en las tierras bajas, luego abandonó los sembradíos de café, los alambiques donde hacía el miche más apreciado de la Grita. Para colmo le agarró el gusto a la bebida que lo había hecho famoso y nada en el cielo o la tierra lo pudo alejar del pico de la botella, por años. Fuimos perdiendo todo hasta que decidió dejar la finca: ese día montó algunos cacharros en un carretón tirado por dos yeguas, y sin dudar, incendió la casa con lo que quedaba de la finca. En el camino desenterró, entre la raíces de un chopo, una bolsa de morocotas y partimos cuando aún las llamas devoraban nuestro pasado.
Deambulamos por los andes visitando conocidos, hasta que compró otra finca en las cercanías de Bailadores, pero al poco tiempo también la abandonó. Terminamos viviendo de pueblo en pueblo o mejor dicho, de bar en bar, con su guitarra ganaba para que viviéramos, más mal que bien. En una de sus tantas borracheras fuimos a dar al Colegio de los Padres Agustinos en Palmira, al que íbamos cada vez que papá no podía con su alma y su cansado cuerpo.
El padre Bernardo Müller y Miguel Avellaneda siempre nos recibían con los brazos abiertos, entre sonrisas, preguntas y reclamos:
– ¡Hasta cuando Macario vas a seguir con esa vida, entre jugadas de cartas que no terminan hasta la madrugada y tocando la guitarra entre borracheras! Bien sabes, puedes hacer con tu vida lo que quieras, y acabar en un pueblo perdido tocando esa vieja guitarra entre borrachines. Pero, ¿qué será de tu hijo? El taita oía tales recriminaciones con paciencia para terminar riéndose. A las primeras carcajadas, Fray Bernardo enrojecía de rabia y la cicatriz que cruzaba su cara se inflamaba y palpitaba de tal manera que parecía a punto de estallar. Para calmarse, el sacerdote tomaba el rosario entre sus manos y oraba silenciosamente. Esa era la manera del taita de tomarse la vida desde la muerte de mamá.
– Todavía tienes la desfachatez de reírte, no te boto del convento porque conocí a tu padre, y apreciaba mucho la picadura de pipa que me traías a escondidas del Superior, para llenar de suaves aromas de tabaco la celda. Pero no puedo tolerar, el destino que le estás dando a tu hijo, dime: ¿qué va ser de él? Déjalo en el convento, sabes que tanto yo como Fray Miguel lo queremos como el hijo que nunca tuvimos, lo podrás visitar cuando quieras, hasta te podrías quedar con nosotros y hacer algún oficio como volver a hacer picaduras de tabaco. No puedes con el fardo de tu vida y menos puedes con la de tu hijo.
Cada vez que nos veíamos le repetían las mismas recriminaciones, en una ocasión, para sorpresa de los frailes les respondió:
-Saben una cosa venerables santos, seré un alma errante sin ninguna otra posesión que el amor de mi hijo, esos ojos despiertos y esa boca siempre pronta a reírse de cualquier simpleza me recuerdan a Fidelina Ovalles, su querida madre. Cuando lo veo me siento cerca de ella, pero tienen razón: aceptaré uno de estos días el ofrecimiento de educar a Eduardo aquí en Palmira.
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