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Hacedor de Santos: El dolor nos acerca al señor

De mico siempre rondábamos como un enjambre de abejas alrededor de sus trabajadores.
miércoles, 18 noviembre 2020
Cortesía | Anselmo y Esteban se las ingeniaban para distraer y robar a los peones ese néctar

Acepta por esta vez este juego: responde con un “sí” o un “no” a las dudas que más me inquietan sobre tu vida, sino deseas explicar nada no tienes que hacerlo. Hazlo esta vez. No habrá ninguna malicia en las preguntas.

– Fray Bernardo estuvo acariciándose la barba, hasta que aceptó el trato. Al mover su cabeza en un signo de afirmación. Empezó, sin perder tiempo, Fray Pablo con sus preguntas:

– ¿Empezaste a viajar desde muy joven?

– Sí, respondió secamente Fray Bernardo.

– ¿Ibas en búsqueda de algún tesoro?

Se sintió incomodo por tal pregunta. Antes de hablar se levantó de manera inesperada de su sillón y comenzó con lentitud a caminar entre la biblioteca.

– Sí, los mejores años de mi vida se consumieron tras la búsqueda de un tesoro, que no tiene nada que ver con la Isla del Tesoro de Stevenson, o la suerte de Edmundo Dantes, al encontrar riquezas inimaginables en la Isla de Montecristo para saciar su sed de venganza, y convertirse en conde.

¡Por la virgen! Dejemos este juego, Superior, esas son cosas del pasado, lo que cuenta es el presente y el futuro. Aquí pocos de los frailes tienen un pasado sin mácula. Para poder conocer el valor del bien debemos enfangarnos en el mal…

– Tienes razón hermano -respondió el Superior. La paz sea contigo, pero recuerda, por San Agustín de Hipona, que necesito el ungüento que me prometiste para las llagas que tengo en los nudillos de las manos.

– Su excelencia -le respondió Fray Bernardo- la pomada está justo en el primer pocillo de la repisa de la entrada, en la etiqueta tiene su nombre, desde hace varias semanas está ahí. Creí que nunca lo iba a pedir, pensaba que estaba purificándose a través del dolor, y esperaba con santa paciencia que esas picadas se convirtieran en profundas llagas. Pues como dicen las sagradas escrituras:

– A través del dolor nos acercamos al Señor.

– Usted siempre con sus charadas, nunca nadie sabe cuándo habla en serio o en broma, y no sabemos si indignarnos o reírnos. Bueno cada quien tiene su manera de matar pulgas, pero la suya es un poco extraña. No vaya a tratar así a Eduardo Rojas, le aseguro que es trabajador, pero tiene poca paciencia para las patucadas.

Al salir Fray Bernardo de las penumbras, destacaba su altura y su maciza contextura. La cabellera estaba surcada de abundantes hebras blancas, que contrastaban con su barba pelirroja. En el rostro tenía una cicatriz de la nariz al mentón.

Fray Bernardo caminaba cojeando, entre el aire de la celda lleno de extraños aromas y un calor sofocante, como en el Trapiche de Don Ramón, en la Laguna de García, era el rancho más cercano a la Quebrada de San José, donde vivía mí familia.

Ese viejo cascarrabias trabajaba todo el día triturando caña de azúcar para exprimir su oscuro zumo, y hervirlo durante horas para hacer panelas y miche en el alambique que escondía páramo adentro en una cueva.

De mico siempre rondábamos como un enjambre de abejas alrededor de sus trabajadores, a la espera de cualquier descuido para sacar de las gigantescas poncheras de cobre el sabroso guarapo en taparas, que llevábamos cada uno de nosotros.

El brillar de nuestros ojos se veía al terminar de llenarlas hasta el tope y taparlas con una tusa de maíz. Salíamos corriendo como bestias desbocadas para tomarnos el jugo de caña, recién exprimido entre las enormes ruedas de los molinos de madera que movían el espeso y dulzón líquido de los canales a los hornos.

El jugo de caña más sabroso era el que lográbamos robar antes de que llegara a las gigantescas pailas donde se hervía, era difícil pillar a los trabajadores porque siempre estaban pendientes de que el zumo llegara a los hornos.

Pero Anselmo y Esteban se las ingeniaban para distraer y robar a los peones ese néctar. Nunca descubrieron quiénes eran los que hacían mermar el jugo de caña, terminaron convenciéndose de que los pilluelos eran los duendes del páramo, molestos por tanto ruido. Después de buscar infructuosamente, le decían al Don:

– Quién más podía estar pendiente de hacer algo así, tenían que ser alguien cuyo oficio fuera molestar a los lugareños para que abandonaran el páramo. Y los únicos que vivían para eso eran los gnomos.

Por las tardes antes de regresar a sus hogares los trabajadores del trapiche pasaban al rancho a conversar con mamá y tomar guarapo sentados junto al fogón, para averiguar dónde habíamos estado todo el día.

Mamá como sospechaba de nuestras travesuras, inventaba algo que los dejara convencidos de lo juiciosos y trabajadores que eran sus hijos. Pero sabía, con solo mirarnos a la cara, que habíamos sido nosotros y quiénes eran los misteriosos duendes con pobladas barbas blancas que merodeaban por el páramo, saboreando el dulzón jugo. Nos llamaba la atención, pero ahí quedaba todo. Sonriendo nos decía:

– Por lo visto, quedamos parejos porque esa peonada viene todas las tardes a tomar guarapo y arepa, y les gusta atragantarse también por la mañana y esto no es un comedero.

A pesar de su comprensión nos obligaba como castigo a esa travesura: salir en la madrugada a cuidar la cosecha de papa y trigo y “echarle un ojo” a los quesos ahumados que prensaba.

Muchos años habían corrido desde aquello y ahora estaba frente a un abuelo con barba rojiza como Don Ramón, pero con una gruesa y negra sotana. Para caminar se apoyaba en una dura raíz en forma de lanza arponera, era de poca conversa y cuando lo hacía su tema predilecto era hablar de las virtudes de las yerbas, de la necesidad de sembrarlas y podarlas en la fase lunar adecuada, y en conjunción con Venus, el planeta del amor y la abundancia.

En el jardín se la pasaba recitando versos, mientras cuidaba a sus queridas plantas:

La ruda penetrará la tierra en el segundo día de luna menguante,

Deberá cortarse en la noche de San Juan.

La mostaza se siembra en la primera noche de

luna joven, acompañada del brillo de Venus,

se extraerá sus granos el primer viernes de enero.

La belladona se siembra en la noche del nacimiento de Cristo,

y el dragoncillo blanco, el día de su resurrección.

En la mañanas acostumbraba a remover la tierra, limpiaba las hojas, y tallos para extrajer sus esencias, que luego él convertía en bebedizos y pomadas. Por las tardes se aislaba entre libros y cuadernos de anotaciones. En esas ocasiones salía de su ensimismamiento para decir lo que debía hacer, y enseñarme cómo cortar algunas ramas o arrancar las cortezas sin dañar las plantas.

En las noches despejadas sacaba de un viejo baúl, el telescopio junto a sus tablas astronómicas para observar durante horas el cielo estrellado, parecía que buscaba respuestas a sus dudas en los astros.

Anotaba en sus cuadernos, el día, mes y hora del nacimiento de cada planta sembrada, cuando brotan las primeras hojas a la superficie para ser acariciadas por el sol, ese día decía que era su nacimiento.

No se olvidaba de ninguna de las plantas, llegaba hasta el extremo de anotar las fechas en que cortaba tallos, hojas, flores, y frutos. Cada árbol, yerba, y arbusto de su jardín representaban para él virtudes morales, personificadas en el comportamiento de antiguos dioses y diosas que reflejaban los poderes curativos de las plantas.

Creó así reglas mnemotécnicas para recordar esas virtudes morales y poderes curativos, que se encontraban escritas en las paredes del taller:

Afrodita-pasión-desvanecimientos: albaca, tomillo./ Atenea-inteligencia-dolores de cabeza: melisa, arándano, café./Minerva-memoria: jengibre, miel, almendras./Artemisa-belleza-ceguera: diente de león, hojas de alcachofa./ Zeus-voz rabiosa- tos: gripe, limón, miel. /Hefesto-lentitud-fiebre: sauce, calabaza, café, orégano./ Dionisio-alegría-danza: manzanilla-tilo-naranja/ Hermes-movilidad-dolores de pies: árnica, lavanda, laurel.

Era difícil seguir al pie de la letra sus instrucciones, para comprenderlas, se tenía que conocer la historia de cada uno de esos dioses y al grupo de plantas a las cuales se refería. Cual metáfora, los nombres de dioses olvidados poblaban los anaqueles, así era común oírle decir:

– Rojas corta unas flores de Atenea y mézclalas con una pisca de Hermes, y cuando veas que en el mortero toman un color rojizo, le echas una pizca de la furia de Odín. Para colmo aderezaba sus instrucciones con reflexiones sobre la historia de los dioses, como:

“La seductora Frig, tejedora de nubes,/fiel amante de Odín, el tuerto.

Hermana de Afrodita la de blancos brazos,/ esposa del ingenioso Hefesto,

tuertos y diosas se entienden”.

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