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El Hacedor de Santos: Dios es el Primer Creador

Dónde cree Superior que pude haber aprendido, fue con la abuela María de Jesús, era una santa.
domingo, 04 octubre 2020
Cortesía | La seguridad en mí destino como hacedor de santos se afirmó.

Recordaba una y otra vez como trigo entre piedras de molino, las últimas palabras que me dijera en la celda Fray Miguel de Avellaneda.

– Dios es el primer creador, moldeó de arcilla al hombre y le insufló vida con su aliento, formas y colores nacieron. Logró convertir sueños en estrellas, planetas, océanos y ríos… Al crear la belleza que sembró en nuestra alma, convertimos nuestros sueños en realidad. Tras aquellas palabras, la seguridad en mí destino como hacedor de santos se afirmó.

Por nueve días cubrí las esculturas de San Agustín en señal de duelo, sentía realmente no haberle dado la satisfacción de ver aquellos santos terminados.

Aún me pregunto: ¿cómo tuvo la certeza antes de morir de que estaba dándoles los últimos retoques a esas esculturas? Su ausencia me provocó una profunda soledad, de la que intentaba huir labrando, lijando, pintando con pinceles de cerdas finas tallas de santos con más vigor que nunca y cumplí con la disciplina conventual como no lo había hecho antes.

Iba seguido a la biblioteca a escudriñar entre libros de hojas enmohecidas y manuscritos polvorientos, a indagar sobre yerbas y exorcismos, para tener lejos al demonio, escudriñé con obsesión entre amarillentas páginas, creía que tarde o temprano los encontraría. Solo con el pasar del tiempo pude saber lo inútil de esa búsqueda, los frailes evitaban tener este tipo de libros. Las formas de aprender a defenderse del Ángel Caído se transmitían de maestro a novicio.

La dedicación a la granja y el cuidado de las bestias me daban de sosiego, el compartirlas estos trabajos con los novicios acabó con la soledad que me atenazaba. El olor a tierra del arado al abrir los surcos recordaban la dichosa niñez que tuve. Mi sobrenombre de la infancia, era Mico Calamitoso, y los juegos con mis nueve hermanos entre tierra, y semillas, mientras sacábamos de la parcela las piedras que golpearían el arado.

Al abrir con la reja de hierro los surcos empujada por una mañosa mula sembrábamos las semillas de trigo, de uno en uno nos íbamos montando sobre la achacosa bestia a ver quién de nosotros era capaz de mantenerse por más tiempo parado de manos sobre su lomo.

Convertíamos el trabajo en divertidos juegos, así tras ordeñar las vacas, empezábamos a batir la nata para ver quien hacía más rápido la mantequilla, para untarla sobre las arepas de trigo recién hechas por mamá en el fogón.

Al verme trabajar con alegría, mientras remembraba la niñez, Fray Pablo se acercó para hablarme:

– ¡Bendito seas Eduardo! Cómo que ahora si te estás amañando al convento, todos hablan de tu dedicación a las plantas y cómo has hecho dar frutos a los curos y naranjales que tenían tiempo sin florear. No sé qué habrás hecho pero recuerda: aquí no queremos nada de los saberes de los viejos mojanes.

-Fray, sólo clavé cruces de madera, y les eché mierda de ganado, que yo sepa eso no es una hechicería, si es algo asqueroso, apestoso y atrae las moscas, pero no por eso es un hechizo.

– ¿Dónde te enseñaron de yerbas curativas y árboles? La otra noche me contaron los cocineros que hiciste un bebedizo con yerbabuena, manzanilla, malojillo y otras ramas a un novicio, que tenía días con malestar en el estómago y se curó.

– Dónde cree Superior que pude haber aprendido, fue con la abuela María de Jesús, era una santa; ella acostumbraba cubrirse su canosa cabellera con pañoletas azules que tejía en un telar de mano, mientras trabajaba conversaba por las tardes con el profeta de Quebrada Azul. De rato en rato tomaban guarapo y charlaban de las plantas y otros cuentos que seguro no le gustaría oír, de Mico crecí entre esas conversas de duendes. Y aprendí algo, porque atolondrado no soy.

– Si no lo eres, aprendiste en seis meses a leer y escribir las lenguas clásicas, y te la pasas husmeando en los anaqueles de la biblioteca libros en griego y latín. Fray José, el bibliotecario, antes de tener que irse, me dijo que estaba entusiasmado con tus lecturas, y pendiente de los libros que necesitabas para saciar tu curiosidad; dijo que tus lecturas predilectas son las “Confesiones de san Agustín”, el “Tratado de Paracelso sobre Plantas y Minerales” y manuscritos sobre medicina árabe.

Te ganas su respeto, esos son también sus libros predilectos. Hace unas semanas, cuando empezaste a leer en voz alta, estaba impresionado y deseaba saber qué estabas leyendo. Leías un polvoriento libro de plantas medicinales árabe, en el que habías descubierto entre líneas que la cura para secar las heridas en el mundo antiguo era una planta originaria del Norte de África. Y al acercarse entusiasmado, le dijiste:

– No podía ser de otra manera, pues en Argelia, había nacido San Agustín, nuestro patrono y esa tierra tenía que ser santa. Al ver los dibujos reconociste que la planta era la sábila, la misma que entre sus pencas verdes florecen coloridos piñones en el campo santo. Esa fue una gran satisfacción para nuestro bibliotecario. s una penca espinosa, babosa y

Fue enfático al proponerte como estudiante del Seminario de Herbolaria, sabemos que estás pensando en hacer alguna de las tuyas, entre tan dispares lecturas; pero tiene la certeza de que vas por buen camino, porque esa planta aliácea tiene virtudes curativas.

Con orgullo vino hace semanas a conversar de la cura que le hiciste, cuando hacía sus deberes en la cocina, le untaste un maloliente ungüento de baba de sábila con ortiga y ruda que le untaste, al quemarse con unas salpicaduras de manteca y sanó a los pocos días… Decía que un efecto del ungüento, mientras se curaba, era oír decir a los pájaros: El Mico cura todo, el Mico cura todo…

Y alguien que anda por ahí diciendo que entiende el lenguaje de los pájaros, no puede estar muy bien del todo, tiene que ser un chambón. Por eso lo mande a descansar por unos días de los polvorientos libros.

Al terminar su retiro en Laguna de García donde se deleitó tomando miche hasta llenarse el buche, en el alambique de Don Ramón.

Para él las curaciones que has hecho no han sido movidas por la soberbia, sino por devoción a la virgen, por eso se ha convertido en uno de tus protectores.

Es un alma humilde incapaz de ver sus propios vicios. Sabes, lo mejor para ti es ser el ayudante de Fray Bernardo Müller, así te convertirás en un buen yerbatero, y él velara por tu formación espiritual, ustedes comparten muchas pasiones comunes.

– Mañana después de los maitines, leer los salmos y las lecturas santas iremos a su celda, no le gusta desayunar ni cenar con nosotros, alega que de comer tanto, no podría hacer las medicinas con que nos curamos. Iremos a su recóndita celda, por un pasadizo que sale de la capilla a uno de los jardines interiores donde está su taller. Hasta ahora no había querido a nadie entre sus morteros, pilones, alambiques y plantas. Fue una sorpresa, cuando lo visité la semana pasada y sin más te pidió de ayudante porque le oyó decir a fray José tu afición por los tratados de herbolaria y plantas medicinales.

A causa de una vieja herida en una pierna se le dificulta caminar, y la humedad y el frío del último invierno le engarrotan una de las manos y se le dificulta machacar las flores, las hojas y los tallos para extraer la savia y esencias de sus preparados, por eso necesita un ayudante. Es tu oportunidad Rojas para aprender del mejor herbolario y curandero de los agustinos.

Varias veces le han pedido que vuelva a su hogar en la Selva Negra de Alemania, pero se ha negado. Cuando llegó a Palmira venía de la Sierra Nevada de Santa Marta, Colombia con los fundadores de este convento en mil novecientos treinta, cuando empezaban a construir las celdas de los novicios junto a la capilla. Y gracias al Señor nunca se ha querido ir, no sé cómo hubiera hecho con las dolencias que tengo desde que llegué de Barcelona hace unos pocos meses.

Al fraile le tienen varios motes en el convento por afecto y por lo curioso de su aspecto, uno es Bernamudo, porque es rarísimo oírlo y cuando lo hace es inoportuno e irritante. Nunca quiere hablar de su pasado, a pesar de que le he tratado de sacar algo, ha sido inútil. Cada tanto Fray Pablo interrumpía su conversa para rascarse furiosamente el cuerpo llagado de picadas de pulgas y garrapatas, finalmente sentenció: sabes nosotros no tenemos derecho a juzgarlo, eso solo lo puede hacer el que “Todo lo Puede”.

Para mis adentros sonreía, no se imaginaba el Prior recién llegado que Fray Bernardo me conocía desde que llegue al convento, él junto a Miguel Avellaneda habían sido amigos y protectores de Macario Rojas, mi padre. Eran los responsables de que estuviera entre los agustinos en ves errar por

Los Andes como un alma perdida, como Macario. Con frecuencia veníamos a visitar al yerbatero del convento, pues a mi padre y a él, les gustaba fumar buena picadura y pasar horas conversando, mientras me perdía en esa celda, de quien parecía todo menos un anacoreta.

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