Cómo fue la tragedia de Vargas
“Creíamos que aquello era el fin del mundo”, recuerda María Adelina Gagliardi de aquel fatídico 15 de diciembre de 1999.
Mientras el mundo se preparaba para el cambio de milenio, Venezuela estaba a punto de vivir una de las peores tragedias de su historia: el deslave de Vargas.
El mismo día en que el entonces presidente Hugo Chávez llamaba a los venezolanos a votar en referéndum la Constitución con la que quería consagrar el triunfo definitivo de su “Revolución”, las montañas del estado Vargas, que llevaban semanas empapándose bajo unas lluvias de una intensidad inusual, comenzaron a vomitar ríos de agua, lodo y piedras hacia la costa.
Poblaciones enteras del litoral central del país quedaron sepultadas.
En una de ellas, Carmen de Uria, María Adelina, entonces una niña de 11 años, vivía con su familia.
Aquella mañana había acompañado a su madre a votar en el referéndum. “Nos fijamos en que salía agua de las alcantarillas, pero no le dimos mayor importancia. Al rato, sentimos una gran explosión bajo la tierra”.
Entonces empezó la pesadilla.
La corriente inesperada derribó edificios enteros y las rocas que arrastraba cayeron letales sobre la gente que buscaba desesperada dónde ponerse a salvo.
“El día que la montaña se tragó al mar”
María Adelina vio escenas espeluznantes.
“El agua empezó a derrumbarlo todo. Vimos cómo un todoterreno con sus ocupantes era arrastrado y se hundía en el mar”, cuenta.
“Un grupo de muchachos se acercó a auxiliar a una mujer que parecía atrapada en la playa, pero al llegar allí se dieron cuenta de que le faltaban las piernas. No se podía hacer nada por ella y tuvieron que dejarla allí”, prosigue.
“Han pasado 20 años y aún sueño con una compañera de la escuela a la que vi por última vez aquel día”.
Las casas destruidas fueron miles. Quizá también los muertos. Ante la falta de una cifra oficial de víctimas, aún hoy se desconoce el número total de los que murieron. Las estimaciones van desde los 700 hasta los 50.000.
Los lugareños lo recuerdan como “el día que la montaña se tragó al mar”.
El ingeniero Ángel Rangel era entonces el director nacional de la Defensa Civil de Venezuela.
“Aquel año la temporada de lluvias había sido especialmente intensa y ya había habido inundaciones fuertes en el estado Anzoátegui y en otros lugares del país”, recuerda.
“En Vargas ya había habido algunos derrumbes, pero entre el 14 y el 16 de diciembre llegaron a registrarse precipitaciones de hasta 911 milímetros de agua por metro cuadrado”.
El cariz que estaban tomando los acontecimientos le llevó a dar la voz de alarma.
“El día 15 le hice llegar al entonces ministro del Interior una declaratoria de emergencia nacional para que fuera aprobada por el Consejo de Ministros que se reunía al día siguiente, porque estábamos ya en una situación crítica. Pero el gobierno no contemplaba suspender el proceso electoral”.
La naturaleza no obedeció
La noche anterior, Chávez había respondido con una frase de Simón Bolívar a los reporteros que le preguntaban si las fuertes lluvias previstas podrían afectar el curso de la votación.
“Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”, proclamó.
Pero la naturaleza lo que hizo fue seguir su curso, y los habitantes de poblaciones como Caraballeda, Macuto o Camurí se vieron atrapados por el mortal corrimiento de tierras.
En realidad, muchos expertos creen que gran parte de los estragos pudo haberse evitado.
José Luis López, ingeniero hidráulico de la Universidad Central de Venezuela (UCV), es uno de los científicos que más ha estudiado la tragedia de Vargas.
“La catástrofe se produce debido a la incontrolada ocupación urbana de los abanicos aluviales, gargantas de las quebradas y laderas de los cerros circundantes, sin la presencia de obras de control ni sistemas de alerta temprana que hubiesen podido avisar a la población para evacuar las zonas de peligro”, escribe en uno de sus artículos.
Como sucedió en Carmen de Uria, la población en la que creció María Adelina y que hoy ya no existe, hubo ríos que se desviaron para levantar edificios.
Y ese día, saturado de agua el suelo, exigieron con toda la fuerza de la naturaleza el curso que el hombre les había arrebatado.
A menos de una hora por carretera de Caracas, el estado Vargas es una estrecha franja costera encajada entre las aguas del Caribe más bravo y las empinadas laderas de la cordillera de la Costa, cuyas montañas se elevan hasta alcanzar los 2.000 metros de altura.
“Allí apenas queda espacio en el que construir”, explica en conversación con BBC Mundo Rogelio Altez, un antropólogo de la UCV que también investiga la tragedia.
Y, sin embargo, en este angosto litoral proliferaron las bloques de apartamentos, clubes, hoteles y restaurantes, a los que acuden muchos caraqueños que quieren disfrutar de un día de playa a poca distancia de la capital.
Habitualmente un lugar de asueto vacacional, aquel día se vivieron allí escenas propias de un país en guerra.
“Caminaban como zombis”
La conexión por carretera por Caracas quedó interrumpida por los aludes, y una multitud de personas que lo habían perdido todo buscaba cómo escapar de la zona de la catástrofe, en la que ya no funcionaban ni el suministro eléctrico ni el servicio telefónico.
Derbhys López, entonces un joven voluntario de la Defensa Civil, aún llora cuando los recuerda.
“Caminaban descalzos, desnudos, sin saber dónde estaban sus seres queridos. Muchos parecían zombis”.
Mientras Chávez anunciaba por televisión el nacimiento de “una nueva Venezuela” tras el triunfo del “sí” en el referéndum, comenzaba a activarse un inmenso operativo de rescate en el que hubo tanta solidaridad como desorganización, recuerdan los expertos.
Rangel afirma que “la tragedia sacó lo mejor del país, y muchas personas y empresas ayudaron, pero Venezuela no estaba preparada para un desastre de esas proporciones y falló la planificación”.
Mientras todos trataban de escapar de Vargas, el diseñador industrial José Gregorio Hernández Mendoza se lanzó a recorrer el camino inverso.
También vivía en Carmen de Uria, pero el 14 de diciembre estaba trabajando en Caracas y, como hacía a menudo, decidió pasar la noche allí.
“Al día siguiente vi las imágenes aéreas por televisión y descubrí que mi casa ya no existía”.
Allí había dejado a su esposa, su hijo de 10 años, y el resto de su familia. Ninguno contestaba el teléfono.
Cruzándose en el camino con quienes huían del epicentro de la tragedia, logró llegar hasta el aeropuerto de Maiquetía, de donde despegaban los helicópteros en busca de sobrevivientes, y que uno de ellos lo llevara hasta Carmen de Uria.
Pero no encontró rastro de sus seres queridos.
Entonces no lo sabía, pero acababa de comenzar una búsqueda de dos años que lo llevó por comisarías, hospitales, orfanatos, morgues y hasta platos de televisión de todo el país con la foto de su hijo entre las manos.
“Quería algo de Maikel, una mano, lo que fuera…”.
“Nunca piensas que vas a enterrar a tu hijo; yo ni siquiera tuve un cuerpo al que enterrar”, cuenta en el salón de su casa en Los Teques, presidido por un retrato del muchacho y el folleto de una iglesia evangélica que promete: “Escuche a Dios y vivirá para siempre”.
Como José Gregorio, otros padres desesperados buscaron durante años a sus hijos desaparecidos. Algunos denunciaron incluso que su rastro se perdió tras entregarlos vivos a helicópteros de evacuación o tras ser separados de sus familias en medio de la confusión.
El investigador Altez contabilizó hasta 20 casos de menores “desaparecidos con sospecha de vida” y recuerda que “en desastres naturales en países en los que hay desorden institucional es frecuente el tráfico de niños”.
¿Cifras magnificadas?
Quienes participaron en la ayuda recuerdan el caos en el que se llevó a cabo. “Tropezábamos con los muertos, pero nos centrábamos en los vivos”, relata Derbhys López.
Así se explican las dudas que persisten sobre el balance final de víctimas mortales.
La Defensa Civil llegó a hablar de 30.000 “sepultados” y el representante de la Cruz Roja Internacional, George Weber, estimó que el número total de muertos debía rondar los 50.000, pero Altez cree que ambas cifras son exageradas.
“Mi análisis de los documentos forenses, de los cementerios en los que se enterraron los cadáveres y entrevistas con los afectados no arroja una cifra superior a los 700 muertos”.
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