A la conquista del Imperio Incaico
El cielo limeño lleva unos días con gripe.
Hace una semana, un nubarrón gris infinito mueve unos estornudos de vientos helados que llegan a los 15 grados centígrados, mientras una lluvia tímida y finita cae sin prisa en el tráfico infernal de la capital del Perú.
En la radio, dos locutores recuerdan con un poco de malicia que falta más de un mes para la llegada del invierno y que, “de seguir las fuertes lluvias le saldrán branquias a los limeños”.
El primer día que apareció esa inmensa nube gris, esperé con entusiasmo y nostalgia uno de esos chaparrones de agua típicos de Guayana, cargados de gotas que golpean como piedras y que dejan a su paso, un río de gente saltando para no mojarse y un puñado de vehículos varados en mitad de la avenida Atlántico y la Gumilla.
Para mi sorpresa, me enteré que estaba lloviendo cuando vi el paso apresurado de las personas al abrir sus paraguas y las madres corriendo para tapar a sus hijos. Tuve que extender mi brazo y esperar un momento para sentir una brisa fría preñada de un rocío de llovizna, y eso fue todo. “¡Así llueve en Lima!”
Después de un tiempo es fácil entender el por qué, aunque Perú tiene una vasta extensión de húmedas selvas, su capital está anclada en un desierto árido y seco donde el verde está reservado a unos pocos, mientras sus montañas de arena pululan en el paisaje espantando la lluvia.
Por este motivo, unas cuantas gotas detiene el tráfico, acelera el paso y obliga a cambiar las portadas de los periódicos y las emisiones matutinas de los noticieros en la televisión.
El cambio de clima es el primer aviso importante de que has emigrado de tu Caribe, el segundo golpe de realidad es, sin lugar a dudas, la comida.
La Santísima Trinidad gastronómica
La religión predominante en el Perú es la católica, pero sin ánimos de exagerar, todos los peruanos le rinden mayor culto a la comida.
Como extranjera podría especular que su Santísima Trinidad gastronómica es el caldo de gallina, el ceviche y el pollo asado: el primero porque, si cada venezolano nacimos con una arepa bajo el brazo, para el peruano el comienzo y el final del día debe estar acompañado de ese caldo preparado con pasta larga, una presa de gallina, un huevo sancochado y maíz tostado.
Con el ceviche, no hace falta extenderse mucho, son el embajadores indiscutibles de este plato que venden hasta en carritos ambulantes en cada esquina, es como si la bajada de Bariloche con sus shawarmas, la zona de los “farmaperros” y la calle del hambre por Los Bomberos en Unare, amanecieran un día llenos de cevicherías.
Para los peruanos, comer solo una hamburguesa o una pizza en el almuerzo o en la cena, como acostumbraba en Guayana, no es solo una sorpresa, es una aberración.
Ni hablar del perro caliente, nuestra bala fría por excelencia, que se reinventa cada día con estrambóticos ingredientes para la gula de todos, al preguntarle a varios peruanos donde podría conseguir uno, recibo la misma respuesta demoledora: “¿qué es un perro caliente?”
Para terminar mi lista de la Santísima Trinidad gastronómica peruana, no puedo dejar de incluir el pollo asado.
La primera vez que me ofrecieron una “pollada”, sonreí al recordar todas las veces que escuché esa palabra en el infame programa de Laura Bozo, “Laura en América”.
La presentadora peruana tiene una mala reputación en su país y ante cualquier mención de su persona o su programa de televisión, sus paisanos se tensan como si les halaran una cuerda sensible pegada directamente a su orgullo: “ella se burla de nosotros”.
Pero lo de la “pollada” pegó.
Una pollada es un plato de comida que incluye pollo asado o frito, una o dos lonjas de papa hervida, ensalada y sus salsas, que se vende a beneficio de una intervención médica, pagar los estudios, terminar la casa y un largo etc.
Pueden llevarla hasta la puerta de tu casa o trabajo, o ir hasta un lugar para comerla allí mismo acompañada de cerveza y la música típica de la región andina: el huayno.
Que en Perú, el pollo esté tan directamente ligado a una causa benéfica a título personal, dice mucho de un país donde, por cada tres locales comerciales, dos son pollerías y el otro es una Chifa.
La Chifa es un restaurante de comida con gran influencia asiática que ofrece, entre otras cosas, su plato bandera llamado chaufa, que es ni más ni menos, arroz chino.
En una búsqueda por internet, cifras oficiales indican que cada peruano come al año casi 50 kilos de pollo, pero otro número resalta aún más: en el 2021, cada peruano consumirá 100 kilos de papas al año.
En Guayana, en cualquier mercado que iba de compras, ya sea en el Municipal de Unare, en el de Chirica, o en el de la 45 en San Félix, pedía papas sin problemas porque solo había dos tipos, blancas o amarillas, cuando llegué a Perú caí en cuenta que comprarlas no solo es una misión alucinante, también es un salto al vacío.
Todo comienza con la simplicidad de pedir un kilo de papas, a lo que viene un montón de preguntas.
“¿Para qué la desea? ¿Para la causa? ¿Para el lomo saltado? ¿Para la papa a la huancayna? ¿Para freír? ¿Para sancochar? ¿Para un guiso? ¿Para el puré? ¿Para alguna enfermedad? ¿Para prevenir el cáncer?
Y si respondes que harás papas fritas comunes y corrientes, regresan las preguntas: ¿esas papas fritas son para acompañar un lomo, pollo o un pescado? No son lo mismo, ni es igual.
Este es el legado de más de 3.500 variedades de papas que dejaron los incas, sus primeros cultivadores en el mundo.
Pero no olviden que esta es una apreciación de una extranjera sobre la rica y variada comida peruana.
Con una fama mundial gigantesca sobre su sazón -tienen 495 platos registrados pero para los peruanos son más de 2.500-, el nacido en estas tierras no oculta ni una pizca su henchido orgullo gastronómico e insistirán que me quedo corta al nombrar el pollo asado, el ceviche y el caldo de gallina como su Santísima Trinidad.
Nombrarán el Cau-Cau, el escabeche, la leche de tigre, el ají de gallina, los anticuchos de corazón y tripas, los juane, el tacacho, la cecina, el Tacu-Tacu, el adobo de chancho, la pachamanca y se les hará agua la boca al recordar el cuy frito, un pequeño roedor que se cotiza caro en los restaurantes.
Pero lo que no puedo encontrar en ningún mercado en el Perú, ni en el Sur ni el Norte, además del ají dulce tan necesario en nuestros platos criollos, son los quesos. Si “somos lo que comemos”, como reza la frase, me falta un pedazo de mi esencia y sé exactamente donde la puedo encontrar: en una quesería de Upata.
Pido que un rayo me traslade hasta ese lugar para degustar hasta el cansancio de un queso telita encima de una catalina, comer un trozo de queso guayanés con su casabe, comprar para llevar queso trenzado, un mozzarella o ricotta, y que después ese mismo rayo me deje caer en un puesto de empanadas o en una panadería para pedir una chicha, un golfeao y un cachito.
Si nuestra diferencia radica en la comida, nuestras opuestas personalidades es un plato que se come frío.
¡A su MARE!
En el Caribe se camina distinto.
Es por eso que un venezolano se reconoce en Perú a más de 500 metros solo por la forma de su andar, ese tumbao, como canta Rubén Blades, que tienen los guapos al caminar, mandando señales de excesiva confianza, gestos de coquetería y una actitud alerta para actuar ante situaciones inesperadas.
Los venezolanos, y el guayanés en especial, cargamos a cuesta una risa fácil, una imprudencia a flor de piel y una máquina verbal para sacar un comentario creativo en todo momento.
Ante este panorama, los peruanos que son más reservados, tímidos y formales se paralizan ante tanto Caribe junto.
Lo comprobé en una despedida a una compañera de trabajo, cuando pregunté delante de todos y sin ningún tipo de maldad, si el pago en su nuevo empleo era mejor.
La única respuesta que obtuve fue un silencio incómodo, las miradas mutuas que se dedicaron los invitados y el sutil rubor que se le dibujó en el rostro de la aludida. Tuve que pensar si en verdad pregunté lo que pregunté, o hablé de otra cosa.
Días después, confronté a uno de los invitados sobre mi comentario del sueldo y su respuesta fue directa y parca, “eso no se pregunta”.
Para evitar confusiones, y quizás esto le pase a algún otro venezolano en el extranjero, buscamos siempre mantener la esencia de nuestro acento pero debemos adaptarnos al lenguaje del país que nos recibe.
En Perú cuando llamé a alguien pendejo, ellos pensaban que estaba tratando de decir que esa persona era “muy viva”, así que para entendernos en el mismo lenguaje, ahora llamo choclo al maíz, gaseosa al refresco, planta baja viene ser el primer piso, en vez de chamo es pata, andar sin dinero es estar misio, emborracharse es andar huasca, estar desnudo es estar calato, no es novia es enamorada, no es parchita sino maracuyá, ni es patilla es sandía, y una acepción del naguará barquisimetano, sería su popular “¡A su MARE!”
Pero en lo que fallamos es en la costumbre de tutear a cuanta figura de autoridad se nos cruce por delante, ya sea nuestro jefe, un policía o el alcalde, en Perú esta situación es inconcebible y temas como el dinero, el sexo y la familia son sacrosantos.
La cultura de familia y en especial, el trato a los niños en este país es un tema para analizar un momento.
Uno de los recuerdos que no son de mi agrado en Guayana era cuando tomaba el bus. Apretados sin posibilidad de movernos, se despertaba en nosotros un instinto de supervivencia que terminaba en una lucha constante para agarrar un puesto libre, dejando de lado la empatía ante una mujer embarazada, un adulto mayor o una madre con un bebé en brazos.
Si alguien pedía en voz alta un puesto para ellos, además de caras indiferentes, podíamos escuchar diferentes voces: “caballeros hay, lo que no hay es puesto”, “Ni que ese muchacho fuera mío”.
En Perú, el puesto en un bus para las madres con recién nacidos, los abuelos y las embarazadas es una ley inamovible, y ¡pobre de aquel que ose negarse a ceder su lugar, so pena de salir en las redes sociales y en los noticieros de todos los canales nacionales!
En una sociedad donde las familias viven mayormente juntas en la misma casa, o en un piso más arriba o más abajo, el trabajo en familia y la unión es un gen que se transmite de generación en generación.
Después de un año en el Perú, Guayana sigue vigente en todos mis días.
Muestro a todo el mundo las fotos del Parque La Llovizna, les explico que en el estado está la caída de agua más alta del mundo, hablo de sus tepuyes, de su calor, de sus aguaceros torrenciales, del carato e mango, de los queseros de Upata, del Carnaval, de mi familia.
Hablo tanto de Guayana y tan seguido, que no sé si estarán fastidiados de mi cháchara interminable o se encuentran fascinados por todas las maravillas de mi país.
Me daría igual si fuera una u otra cosa. Hablo de Guayana, de mi país y de mi familia para no olvidar, no vivo para recordar, recuerdo para vivir lo bueno y alejar los rencores.
Un día, después de hablar largo rato sobre mi vida en Guayana, un compañero me hizo una acotación tan evidente pero igualmente dolorosa.
-Piensas mucho en tu país ¿verdad?
Tragué muy grueso para responder en un hilo de voz, tan finito como la lluvia de Lima.
-Todo el tiempo.
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