La fe que piensa: Para la libertad
Ahora sí retomamos el Tiempo Ordinario en la liturgia católica, es decir, el tiempo en que asumimos nuestras responsabilidades en nombre de Dios, puesto que hacemos caso a las sugerencias de su Espíritu Santo. Las lecturas del domingo enfatizarán las historias de vocaciones, de llamadas hechas por Dios y de las respectivas y particulares respuestas que le dieran los escogidos. Quiero compartir contigo, sin embargo, otra realidad que se desprende de la carta de san Pablo a los Gálatas, en la que habla de la libertad cristiana. Nos ha liberado Cristo Se ha escrito mucho —y espero se continúe haciendo— sobre la libertad.
Mi reflexión a este propósito, sigue las pautas paulinas: hablo de libertad cristiana. Doy como un hecho la libertad —se la define en su práctica—, es decir, basta mencionarla para saber de qué estoy hablando. San Pablo añade después dos matices de esta realidad bien concreta. En primer lugar, la libertad de que gozamos la ganó Cristo para todos nosotros: a ejemplo del “campeón” que lucha en lugar de su rey, Jesús de Nazaret conquistó la libertad para nosotros a través de su muerte y resurrección.
Él nos liberó de la muerte, de la mentira, del sinsentido, del pecado en definitiva. El premio, pues, está en nuestras manos. El segundo aspecto que san Pablo es que esta libertad que el Señor nos da la podemos perder. Un uso inconsciente de la libertad podría acarrear su pérdida. La libertad conquistada hay que custodiarla, fortalecerla, expandirla.
Que no nos sometan más Cuando Pablo se dedica a comunicar la Buena Noticia de Jesucristo, se vale de contrastes, de manera que, colocando al lector en la encrucijada de las opciones, se decida por la más genuina de ellas. Es un método: dos posturas contrarias y no tres o cuatro, pues la escogencia por una debe ser definitiva, sabiendo que la vida nos da muchas sorpresas. Pero la decisión debe ser clara, precisa, única. Los altibajos e incoherencias, los arcoíris y combinaciones vendrán después. ¿Cuáles son esos contrastes que giran alrededor de dos ejes fundamentales? Éstos son la libertad/esclavitud, espíritu/carne y amor/ley (mosaica). Estos extremos están relacionados entre sí: es una forma diversa de referirse a una misma realidad.
El hombre libre es aquél que se deja guiar por el Espíritu, y el gesto de libertad más sublime es amar al prójimo. En cambio, el esclavo es el que presta atención a las sugerencias más bajas, se convierte en un leguleyo pues sabe que puede torcer la ley a placer. El buen uso de la libertad la acrecienta; el mal uso, acaba con las personas devolviéndolas a su estado servil. Así de sencillo es Pablo en su predicación.
Correcto uso de la libertad Los versículos a que hago mención representan una exhortación del Apóstol de los Gentiles a la comunidad cristiana. Es decir, gente liberada del yugo del pecado, sin embargo por sus acciones, hipotecan seriamente el regalo que Jesucristo puso en sus manos. Un ejemplo nos puede aclarar las ideas: las llaves de casa son el símbolo por antonomasia del poder: me permiten abrir y cerrar las puertas, pasando de un espacio a otro. Esto que forma parte de nuestro cotidiano, no obstante tiene un valor evocador fortísimo.
Para un adolescente, recibir las llaves de casa significa entre muchas otras cosas, el reconocimiento de la propia madurez. Se me confiere la posibilidad de actuar con libertad, abriendo y cerrando, yendo y viniendo, sin que mis padres me esperen para abrirme la puerta. Ahora bien, un uso indebido de esta libertad, probablemente lleve a mis padres a retirarme las llaves, porque no están de acuerdo con mi comportamiento a este respecto.
La lección, otra vez, es bien precisa: un gran poder —y las llaves lo representan— supone una gran responsabilidad, es decir, un uso consciente, comedido, cultivado, educado pues. Para la libertad Afirmé más arriba que Jesús de Nazaret nos ganó la libertad con su entrega igualmente libre. De hecho, su muerte no es una fatalidad del destino, sino que Él libremente escogió la “via crucis” para destronar a la muerte, dándonos a todos un horizonte nuevo, de modo que nuestra desaparición física no tiene la última palabra, sino el regreso a casa, que es Dios.
Fuimos creados libres. Para que vivamos la experiencia diaria de la libertad nos liberó Jesucristo. Esto es una verdad meridiana. Pero nuestra actual situación se empecina en negarla prácticamente en cualquier espacio vital donde nos movamos: somos esclavos de las colas para surtir gasolina, para hacernos con un poco de efectivo, para ser atendidos en los diferentes entes; las colas son las nuevas cárceles donde se nos recluye. Somos esclavos de la inseguridad, de los azotes, de la inconcebible violencia va de la mano con la impunidad, desatándose, nuestras calles sin iluminación son bocas de lobo, que terminan en la práctica confinándonos en nuestros hogares.
Nuestras casas son las nuevas cárceles para nuestros hijos, que ya no cuentan con espacios seguros de esparcimiento y relajación. Somos esclavos del hambre, de la escasez, de la falta de variedad, dependientes de una caja que no llega, y cuando lo hace está considerablemente disminuida; somos esclavos de quienes creen que les debemos pleitesía. Nuestros estómagos son las nuevas cárceles, porque actúan como “espacios coercitivos” —que nos reprimen, nos coartan, condicionan— pues apuntan a una realidad primitiva muy sentida, como es el hambre: millares de familia tienen una sola idea a lo largo del día, desde que abren sus ojos: “¿Qué comeremos?”.
La lista se pierde en el horizonte: estamos limitados. Radicalmente limitados. Me parece que la lección para este domingo del Tiempo Ordinario es meridianamente clara: no podemos perder nuestra condición de ciudadanos libres. El Señor nos liberó de las fauces del pecado.
Esta libertad agiliza nuestros pasos y nuestro espíritu, porque nos dignifica. Esta dignidad sabe bien; muy bien. La dignidad fruto de la libertad es un bien tan hermoso, que se ha convertido en el objetivo que se pretende destruir. No les demos ese gusto.
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