Opinión

Gasolina cívico-militar

"A las 7 empezó a salir el sol entre el cielo nublado; a las 8 comenzamos a agradecer la sombra de una ceiba que nos tocó en suerte; a las 9 despaché unos panes que llevé para desayunar".
José Viznel ÁLVAREZ
lunes, 27 enero 2020

Echar gasolina aquí en Ciudad Bolívar es más agobiante que en cualquier otra ciudad del país, lo afirmo por referencias que se escuchan de otras partes y por que pareciera que no somos tan buenos ni tenemos el don de gente que tanto pregonamos, por eso, aunque pueda sonar fuerte somos una ciudad donde el individualismo, la desconfianza y la viveza se han constituido en una base convivencia que indudablemente influye en la conducta colectiva, en este caso en la de quienes intervienen en el proceso de surtir el combustible, que pareciera venir en burro desde donde sea que lo traigan.

Lo cierto es que el pasado lunes 13 de enero de 2020 amaneció publicada una nueva modalidad para realizar dicho proceso, según la cual se mantienen determinados días para los últimos dígitos de las placas agregando que los vehículos serían anotados el día anterior en horario de 7 a 10 de la mañana, y que una vez enumerados se podían retirar y comenzar a hacer su cola a partir de las 4 de la madrugada del día siguiente.
De acuerdo a ese orden a mi me toca miércoles y sábados (Placas 7, 8 y 9), así que confiando en que la nueva modalidad daría buenos resultados, el martes a las 6 de la mañana muchos estábamos como un clavel en la cola de la célebre bomba 700.

A partir de entonces comenzó la lucha contra el estado de incertidumbre y desconfianza que nos abraza apenas llegamos a la cola.

Luego de saludar a los que en esa oportunidad serían mis compañeros de infortunio, tomé asiento sobre el cadáver de un árbol abandonado sobre la acera infinita de la avenida Angostura adyacente al aeropuerto (A 300 metros de la bomba por “estrategia de seguridad”) el cual nunca se ablandó bajo el peso de quienes en una especie de coreografía inconsciente nos turnábamos las bondades de su superficie.

A las 7 empezó a salir el sol entre el cielo nublado; a las 8 comenzamos a agradecer la sombra de una ceiba que nos tocó en suerte; a las 9 despaché unos panes que llevé para desayunar, y a las 10, sin señal de alguna autoridad que por lo menos nos indicara que no estábamos solos, el clavel empezó a mostrar síntomas de marchitamiento por desengaño.

En ese punto los chistes graciosos empezaron a tornarse ácidos y en el ambiente empezaron a gravitar intenciones de detectar si en el grupo había algún chavista para asarlo vivo con leña del tronco, y acabar con la democrática camaradería que había reinado hasta entonces.

A esas alturas las 200 almas de la cola permanecíamos aferrados a la esperanza de que muy pronto aparecerían los militares con sus chalecos y pistolas a recoger las cédulas, otro cambio hecho sobre la marcha y sin anestesia, posiblemente porque algún jefe soñó que lo de anotar los vehículos podría ser pavoso.

Pero como el tiempo no tiene frenos las horas fueron transcurriendo como en un movimiento sin transcurso, hasta que la noche se precipitó sobre la larga fila de vehículos que a la luz de los faroles recién colocados en la avenida parecíamos un lúgubre convoy de indigentes varados en mitad de la miseria.

Nuestra suerte no la cantó nadie, más bien fue decretada por una mortaja de silencio que cubrió la calle y cerró las bocas de los que ya no tenían nada que decir.

Fui uno de los pocos que se aventuró a romper la cola por temor a que a los militares les diera la real gana de pasar recogiendo las cédulas a cualquier hora de la noche y así perder todo el tiempo invertido y el cansancio acumulado, así que decidí ir a mi casa apostando al suspiro de gasolina que quedaba en el tanque; allá me cambié la camisa por una franela y las botas por unos zapatos, cogí una almohada y me armé con panes, cigarrillos y un termo de café que no vio con quien peleó; hasta un anciano, venerable y circunspecto, a quien temprano había escuchado decir que no tomaba café, repitió dos veces, quizás para borrar el veneno que le apretaba el pecho, y aliviar la tristeza de tener a su esposa sentada en el asiento trasero, cansado su cuerpo, si, pero ajena por completo a lo que pasaba a su alrededor.

El resto de la noche transcurrió entre sobresaltos y contorsiones circenses, con mis vísceras aplastadas contra el vecindario de la palanca de cambios intentando acomodarme para dormir, hasta que el cansancio aunado a una tenue llovizna que comenzó a caer en un solo tono cerró mis ojos para soñar con los sueños blancos que quizás soñaba la anciana unos pocos carros detrás de mí.

Me desperté a las 6, hora en que el día empezó a ser y terminó siendo igual que el anterior, con la diferencia de que a las 10 de la mañana los militares con sus chalecos y pistolas se llevaron mi cédula, la cual recuperé a las 4 de la tarde, cuando con la moral aniquilada luego de casi 40 horas de cola le pude ver la cara al bombero, quien como el que ofrece sobras al mendigo, midió con exactitud 30 litros que no alcanzaron a llenar el tanque ni el sagrado tesoro de mi dignidad.

viznel@hotmail.com

 

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