Envidia nuestra de cada día
La envidia es una realidad que rechazamos porque está asociada con maldad y malos sentimientos, de allí que saltemos de espanto cuando por equis motivo se nos pretenda tildar de envidiosos.
Nadie es inmune a las envidias, ni el niño que le tumba el helado a un compañero ni el adolescente que no fue invitado a la fiesta, mucho menos quienes se mueven penosamente encorvados por años de acumulación de prejuicios.
Primero se sucumbe a la tristeza por no tener lo que otros, lo que suele dar paso a las malas ideas, y con ellas a la inquietud del espíritu.
Yo debo haberla sentido en la escuela cuando algún compañero exhibía su álbum de barajitas totalmente lleno, y el mío a duras penas alcanzaba la mitad, o en la adolescencia cuando desde algún rincón de las fiestas veía a mis amigos demostrando sus dotes de bailarines, mientras yo no me atrevía a sacar a las muchachas por timidez y por temor a demolerles los miembros inferiores a rodillazos y pisotones.
¿Qué hacía yo en esa situación? Ahora veo que lo que sentía era envidia por no poder disfrutar con la plenitud con que lo hacían la mayoría de mis amigos, si bien -valga decir- la vergonzosa torpeza de mi baile en no pocas ocasiones estuvo lejos de ser obstáculo para el irrefrenable torrente que circulaba por mis venas.
El paso de los años todo lo cambia, así que con la sexta década de vida despuntando en el horizonte los motivos de mis envidias cambiaron totalmente, ahora se han mudado más allá de las fronteras de mi entorno y mi país, y si sueno exagerado debe ser quizás por mi carácter solitario aunado a la situación que comparto con tantas almas inmersas en la desunión y el odio.
No envidio dinero ni talento, tampoco simpatías, destrezas o logros, mucho menos la felicidad o el éxito ajeno, pues ya he bendecido para siempre el día en que descubrí que las propias decisiones dictan el dónde y el cómo está cada quien.
No, lo que envidio hoy es la tranquilidad, la prosperidad, la paz de los países nórdicos por ejemplo, esos estados de bienestar que por la enciclopedia de razones que aducimos desde una supuesta sabiduría histórica, nuestra nación no ha sido capaz de alcanzar en la realidad del terreno, aunque sí en el empalagoso mar de falacias irónicamente pronunciadas en tonos de destrucción.
Sé que donde haya humanos habrá conflictos y por eso ningún país es perfecto, pero poco se escucha en aquellas latitudes el tipo de calamidades que por aquí sufrimos.
Eso es lo que yo realmente envidio en esta etapa de mi vida, y si hay pecado en ello entonces tendré que irme al infierno con el fardo de mi transgresión, porque como integrante de esta nación que no alcanza lo que tanto pregona y poseedor de mi cuota de participación en este drama, también tengo derecho a envidiar libremente lo que no puedo disfrutar, y a rechazar por mi propia cuenta lo que por lo visto poco contribuyo a lograr.
viznel@hotmail.com
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