El gallo tuerto (Anecdocuento)
Yo terminaba de cumplir ocho años, y todavía no me recuperaba del calificativo de embustero con el que días atrás mi maestra de cuarto grado me había “condecorado” por mi tema sobre las vacaciones; de hecho no dejaba de cuestionarme el por qué de esa actitud hacia mí, cual era el motivo de tanta alharaca por un simple viaje en curiara hasta el África, en el que luego de varias peripecias y desventuras logré regresar a Ciudad Bolívar con la ayuda crucial de aborígenes hospitalarios, y el socorro de delfines providenciales que me rescataron de mi condición de náufrago cuando ya había entregado mi cuerpo a la inmensidad del océano.
Quizás ese tipo de fantasía determinó que desde que el gallo tuerto apareció en el terreno de al lado de la casa, yo me empeñara en atraparlo y ofrecérselo a mi mamá para que lo hiciera de almuerzo.
La estrategia inicial fue atraerlo hacia la casa tirándole granos de arroz y esperar que se acercara para atraparlo, pero pronto me di cuenta de que aquello no funcionaría por lo que resolví adentrarme más en su terreno que realmente también era el mío, en donde había además de monte y otras especies, una mata de mango ancestral a cuya sombra participé de legendarias partidas de picha y trompo que habrían de quedar marcadas en la memoria histórica de todos los niños del vecindario.
Sin embargo, la visión del gallo picoteando el arroz sin abandonar ni por un instante su hiperactivo estado de alerta, recuerdo que terminó por desmigajar mis ínfulas de cazador sobre una dolorosa cadena de frustraciones cotidianas.
Un día cuando llegué de la escuela me esperaba la ingrata sorpresa de que estaban cortando la mata de mango porque al parecer iban a construir unos edificios.
A pocos días de aquella tragedia jugábamos escondite en el terreno y decidí ocultarme entre las ramas del monumental cadáver descuartizado de la mata, donde permanecí en silencio a pesar de las hormigas hasta que escuché la voz de mi mamá llamándonos a comer.
Quise protestar, pero el estomago me indicaba que ir a almorzar era mejor alternativa que ser almorzado vivo por los insectos dentro de mi escondite, pero al sacar la cabeza de entre las ramas, sobre un tronco a sólo dos cuartas de mi cara estaba el gallo enfocándome con su ojo tuerto.
El pegó un brinco hacia arriba y yo tiré el cuerpo hacia atrás; de su pico sonó como un verga en re menor, y de mi garganta brotó clarito uno de mis primeros coños en sol mayor.
Instintivamente convencido de que sus opciones eran muy escasas el gallo activó la acción evasiva más importante de su vida, pero lamentablemente sus dotes innatas de velocista resultaron inútiles sobre la superficie resbaladiza de las hojas, sellando su destino entre aleteos desesperados y voces en claves de agonía.
En ese estado lo llevé hasta la cocina, donde mi mamá casi muere del susto cuando me vio con el aterrorizado gallo que en aquel trance mortal debió tener el ojo tuerto hacia mí y el otro hacia ella, seguramente observándola con la angustia de los condenados, lo que quizás en aquel momento obró un milagro, pues mi madre dictó sentencia inmediata a su favor sin derecho a apelación de mi parte, y así fue como el gallo tuerto regresó al terreno en el que jamás se construyó nada y más nunca volvió a ser escenario de juegos de picha y escondite.
viznel@hotmail.com
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