Hacedor de Santos: ¡Cobija va llové¡, ¡cobija va llové¡
De vez en vez se quejaba de no tener en el huerto las yerbas que necesitaba: como las raíces de ginseng, traídas de sitios tan lejanos como China, y otras las buscaba en largas excursiones por los páramos cercanos.
Esas salidas eran una liberación al encierro conventual, a sus rígidas normas y a las inquinas.
Lo acompañaba en estas paseos a buscar las hojas, las flores y los frutos de muchos de sus compuestos, así aprendí a reconocer y recolectar yerbas.
En sus ausencias, nadie se atrevía a traspasar la puerta de la celda y menos de la torre, aunque estuvieran abiertas. Solo el Superior Fray Pablo algunas tardes iba a leer uno que otro libro de la biblioteca de la celda de Bernardo.
Le deleitaban mucho las novelas de Alejandro Dumas, que estaban juntas en un peldaño de la biblioteca, acompañadas de folios con grabados de los mosqueteros. De manera apasionada releía Los Tres Mosqueteros y el Conde de Montecristo.
Llegaba al extremo de usar citas de ellas, en los comentarios en la mesa, antes de comer, para explicar las virtudes y debilidades humanas. …
En estas excursiones pasábamos días y a veces semanas entre montañas, valles y páramos. Hacíamos el campamento alrededor de una buena fogata, cerca de alguna cascada, dormíamos sobre la tierra en colchones de hojas y comíamos lo que se encontraba en el páramo.
Para evitar estar cargando muchos avíos, solo llevamos quesos ahumados y los aliños para hacer las silvestres comilonas. Donde menos esperábamos, el fraile encontraba raíces, tubérculos, frutas y hojas para hervir sopas que le encantaba preparar, las acompañaba con pedazos de arepas de trigo endurecido.
Por su calma parecía que en lugar de buscar yerbas curativas, estuviera en un paseo sin otro fin que disfrutar del aire puro, y de largas caminatas. El humor le cambiaba, su cojera disminuía y se convertía en un fastidioso conversador, que se carcajeaba de sus propias ocurrencias.
Era tal la agilidad que adquiría entre esas montañas, que llegué a pensar que su cojera nacía del enclaustramiento en el Colegio de Agustinos.
En la cercanía de las cascadas del páramo las yerbas y los árboles se impregnaban del poder de los encantados. Gustaba acampar cerca de chorrerones, aseguraba que cerca de ellos andaban los gnomos sueltos, al igual que en pozas cercanos a fuertes caídas de agua, en esos lugares se mostraban como traviesos parlanchines, y podían llegar a ser generosos con sus saberes.
En ocasiones -decía- se le habían aparecido, y habían llegado a conversar, pero se negaban a enseñarle el poder de yerbas por ser sacerdote.
Cuando acampábamos cerca de los chorrerones, el temor me dominaba y parecía que el nono estuviera ante mí, diciéndome:
-No se acerque a los chorrerones, es el lugar predilecto de los gnomos y duendes, viven en túneles debajo de los saltos de agua y uno nunca sabe en qué va terminar un encuentro con los espíritus del bosque. Por su bien mejor sería que evitara esos lugares, pocos conjuros sirven para librarse de los duendes. No tomé en serio aquella conseja hasta que un día, Esteban, mi hermano mayor, estaba de buen humor y se le ocurrió ir a cazar pavas. Nos adentramos confiados al páramo cuando dijo ver volar un manadón en las cercanías de la Quebrada de la Yegua, yo no vi, ni oí nada pero lo acompañé porque era un buen conocedor de ese páramo, vivía desde pequeño en él. A medida que nos adentrábamos en la espesura, una avecilla marrón comenzó a revolotear al lado de nosotros y escuché:
– ¡cobija-va-llové!, ¡cobija-va-llové!.., al oír aquello paré y dije:
– Esteban mejor nos vamos, ¿no oyes lo que dice la avecilla marrón que revolotea alrededor del camino?
-Sí, ya me voy a devolver por eso. Eres un chambón como siempre. Esteban respondió molesto:
– De cuando acá aprendiste el lenguaje de los pájaros, solo oigo un fastidioso trinar. Entre burlas no me hizo caso y siguió tras las pavas hasta que creyó dar con ellas, cuando dijo ver el manadón cerca de unos chopos, tomó su escopeta, se la llevó al hombro y apuntó. Hizo varios disparos y aseguraba haber herido a varias. Satisfecho me dio el hierro caliente para que lo cuidara y se fue tras el montón de pavas que creía haber cazado. Pasó el tiempo y estaba algo preocupado, cuando comencé a seguirlo por el sendero y a llamarlo, mientras gritaba sentí que algo me arrancó de la mano la escopeta y oí al fin la voz de Esteban:
– ¡Aquí!, ¡aquí! ¡Eduardo! Los gritos se oían lejos, corrí por un largo trecho hasta llegar a un claro, y encontré a mí hermano tirado en el suelo sin cobija, sin avíos, ni sombrero: todas sus cosas estaban entre las ramas de los árboles que lo rodeaban junto al rifle que me había dejado. Su rostro estaba pálido y con dificultad pudo balbucear:
– Qué me miras, no te quedes ahí con esa cara de susto, ven ayúdame no ves que alguien me envolatinó.
– ¿Por qué no dices la verdad?,-le respondí alterado- fueron los duendes que te engañaron, creíste ver pavas, nunca las vi, solo para seguirte la corriente te seguí. Ahí, tienes los resultados por no hacerle caso al ave que nos avisaba:
– ¡Cobija va llové!, ¡cobija va llové!
– No seas pataruco, si seguro y dónde está el chaparrón.
Mientras esperé que se calmara, empecé a cortar unas ramas para bajar de los árboles las cositas de Esteban, el sombrero nunca lo pude bajar y se quedó en la copa de un árbol, simulando un gigantesco espantapájaros. Al terminar, se desató un aguacerón que duró poco tiempo, pero bastó para calarnos hasta los huesos. Todos aquellos recuerdos desaparecieron, cuando Fray Bernardo me sacudió reclamando:
-Despabílate, ahora te hechizaron los gnomos. Pues no fraile, le respondí medio ensoñado, estaba recordando la vaina que le echaron a uno de mis hermanos. Tras terminar de aflojar y desamarrar los bultos de las mulas y cargarlos a un rancho abandonado. Bernardo prendió el fogón con un gigantesco pilón de leña seca, que estaba en una habitación, al terminar de ordenar los bultos, y meter en unas cajas de madera colgadas encima del fogón los quesos, las panelas y las arepas de trigo para evitar que alguna alimaña, o un oso frontino, hiciera de las suyas. Nos sentamos a descansar en unos taburetes alrededor del fogón. Al rato tomamos una cantimplora, y unos bolsos, y dimos una caminata hasta que nos venció el cansancio y paramos a comer unas tonterías que llevábamos con nosotros. Mientras estábamos sentados sobre unas rocas, vi algo que no podía creer, y le pregunté inquieto al fraile:
– ¿Qué ve santo padre en la copa de ese árbol?
– Crees Rojas que no veo bien, ahí lo que se ve es un viejo sombrero, sobre la copa de un árbol.
– ¿Sabe? Sé cómo fue a parar ese viejo sombrero a esas ramas, pero por ese susto que me echó hace un rato se va quedar con la duda.
Te diré hijo:
– Una duda más, una duda menos no me van a quitar el sueño, guárdate tu secreto que ya es hora de regresar al rancho donde vamos acampar esta noche. En el camino de regreso más de una vez estuvo a punto de caerse el fray, pues husmeaba y tanteaba entre las raíces de los árboles como perro, hasta que con voz alegre clamó, por aquí crece dictamito, Fray José se va poner muy contento, pues le da un sabor mentolado al miche. Nos detuvimos para arrancar de raíz el dictamito y unos frailejones morados y los guardamos con cuidado en las bolsas de cuero que traíamos.
No me explicaba cómo Fray Bernardo, a pesar de parecer estar desorientado, iba a dar siempre al sitio que buscaba, por eso le pregunté:
– Cómo es que estamos en camino, si hace un rato estábamos bien perdidos
Él contestó:
– Como andamos entre secretos te quedarás con la curiosidad de saber cómo, a pesar de perderme de vez en cuando, siempre llego al sitio que busco.
Terminar de recoger las plantas que necesitaba tardó varios días, y esto solo ocurrió tras encontrar un prado lleno de flores de manzanilla silvestre y guardarlas en su respectiva bolsa de algodón. Con un rostro contrariado, dijo:
– Se nos están acabando los días de excursión, volvamos al rancho cerca del chorrerón, donde tenemos nuestros avíos, y empecemos a recoger. El día no estaba muy soleado, tras llegar al rancho y empaquetar bien las yerbas, plantas, flores y raíces, hicimos una frugal cena. Si amanecía el cielo despejado, regresaríamos, sino tendríamos que esperar, pues no podríamos arriesgarnos a ir con las mulas cargadas con el suelo empantanado por un chubasco, que hacía de los caminos peligrosos riachuelos. Aguantamos agua en el rancho durante un día más, cuando paró de llover y hubo un soleado día, aprovechamos para tomar el camino de regreso. Tardamos varias noches en ver otra vez el bosque rodeaba el convento.
Llegamos al Colegio de Palmira a media tarde. Entramos a uno de los huertos cerca de la torre casi de noche, por el campo santo para no molestar a nadie y empezamos a desempacar en la parte trasera de la celda.
Al lado de ese huerto, separado por un viejo tapial, estaba el cementerio: la tierra de los muertos del convento. Con curiosidad le pregunté al fraile la razón por la cual había escogido un lugar tan siniestro para ubicar el huerto, la torre y su celda. Con picardía respondió:
– No vayas a creer Eduardo, que el huerto está cerca del campo santo por casualidad. Gracias a él me rodeo de una doble muralla: una de tapiales de tierra apisonada y otra de temor, así, evito molestias en las noches y aún de día.
Esas noches durmió el abuelo en un improvisado catre, en el techo de la torre. Al día siguiente empezamos a sacar las plantas de sus bolsos de tela y cuero para ponerlas en botellas de vidrio, con sus etiquetas; otras las sembramos en pequeñas maquetas, para plantarlas en los huertos cuando prendieran.
Al cansarse se puso a mirar el cielo estrellado, rodeado de libros, morteros, frascos, ramas, hojas y flores. Se durmió acunado con la sinfonía de sus ronquidos.
Los preparados los hacía solo cuando se daba la conjunción de ciertos astros, por eso se la pasaba espiando el cielo, para buscar el momento adecuado para hacer sus mejunjes. Tanta espera llegó a exasperarme, hasta cuando le pregunté sobre lo que me parecía una jalada más.
-Eduardo, la luna y los astros aumentan o neutralizan el poder a las plantas para sanar. Cada uno de sus rostros y conjunciones afectan nuestro ánimo de diversas maneras, hay astros que al conjugarse con la luna son muy dañinos.
Estaba decidido el padre a convertirme en un yerbatero y me regalaba con generosidad sus conocimientos. Pero cuando llegaban visitas y comenzaban a interrogarlo sobre sus siembras y pociones simplemente los ignoraba.
Para evitar esas interrupciones tomó la costumbre de pasar más tiempo en su torre, donde no era necesario prohibir la entrada a nadie, pues el terror a entrar a su rocoso refugio era compartido por casi todos los novicios y frailes.
Cuando por suerte algunos novicios lo encontraban caminando entre los pasillos del convento, le preguntaban cualquier cosa para burlarse de sus respuestas.
En ocasiones les salía mal la jugarreta y corrían como alma que lleva el diablo, santiguándose y rezando, por sus blasfemas palabras. Una de sus respuestas preferidas en estos encuentros era decirles que Cristo era un devoto selenita, pues como la luna, resucitó para dar salvación a nuestra alma.
Esas conversas escandalizaban a los novicios y frailes. Decidieron con el pasar del tiempo dejarlo en paz. Preferían hacerse los marrajos, pues el viejo sacerdote había salvado la vida de muchos de ellos y creían que con dejarlo tranquilo era suficiente para alejarse de sus ocurrencias.
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