El Hacedor de Santos: El Jalado del Torreón
Los novicios al toparse conmigo en cualquier sitio, como la salida de la capilla, empezaban a lavar chisme a mis espaldas. Algunas veces llegaban a los frailes los comentarios y me llamaban para contármelos y reírnos juntos de esas dudosas ocurrencias, y el bibliotecario era uno de estos lavadores de habladurías:
– Los novicioss les tienen curiosos sobrenombres, el turco Barbarroja a Fray Bernardo y Cartazan, a ti, el lugarteniente del pirata. Al taller le dicen la galera; y a la Torre del Fraile el Palo Mayor. Ignorábamos esos comentarios y nos reíamos de ellos al conversar a solas, todos ocultaban esas ocurrencias al Superior, no fuera que por su rigurosidad pusiera en capítulo a todos en el Colegio de Palmira. Y como para disculparse de algunos chismes, que a pesar de todo llegaban a él, huella palpable de la débil disciplina conventual terminaba sentenciando:
– Bueno, fraile quizás esas invenciones sobre tu santa persona en parte las provoques tú mismo, pues imagínate lo que para un novicio significa verte caminar por los oscuros pasillos del convento, con el cabello largo y cenizo, con una profunda cicatriz que te recorre el rostro, la despeinada barba roja amarrada con trenzas de cuero, acompañados de tu cojear y el golpeteo de un bastón en forma de arpón ballenero. Cuándo te vas a decidir a dejar ese estrafalario bastón, no eres un cazador de ballenas, eres un piadoso servidor del Señor. Respondía solo con el silencio y llevando su mano al hombro del Superior, lo veía a los ojos para decirle: vamos cada quien con su cruz.
La personalidad de Fray Müller provocó que en el convento los frailes menores y los novicios llevaran chismes de él, cuando estaba ausente, en su presencia preferían evadirlo. Algunos osados se atrevían a traspasar la puerta de proa de la galera como llamaban la celda, lo buscaban solo cuando algo les urgía. Pocos eran los atrevidos que daban un paso hacia el taller aunque tuvieran un calamitoso dolor: preferían esperar con paciencia a topárselo a la salida del comedor a la hora sexta, al mediodía para conversar con él. También preferían dejar sus escritos con la descripción del mal que los aquejaba, en un mesón de pesada caoba al lado de la puerta de la celda. Para él, las enfermedades eran reacciones del cuerpo a malas acciones o pensamientos perversos que corroían el alma.
Cuando hacia los medicamentos, acompañaba las indicaciones de cómo usarlos, con los ejercicios espirituales para poder curarse y no volver a contraer esa enfermedad. Por esa razón, muchos del convento preferían callar sus enfermedades y andar con sus rostros compungidos por el convento, antes de ver la tabla o soportar las preguntas del fraile, y los inclementes ejercicios espirituales que les hacía sentirse culpables por enfermarse. Ante los ojos de todos, sentirse cualquier malestar se había convertido en una silenciosa confesión de los pecados. Pocas veces salía de su celda a visitar a un enfermo y, cuando lo hacía, el revuelo dominaba a los agustinos: su presencia provocaba temor colectivo. Sabían que cuando lo necesitaban, la muerte estaba ahí y urgía un bebedizo que hiciera más benigna su llegada.
El fraile fundó su torre en un frondoso bosque cerca de la celda, y del amurallado jardín de plantas medicinales. Empezó a construir sus bases al llegar a Palmira, a mediados de los años treinta. El buscar, cargar, excavar y martillar piedras calmaba su alma, y lo hacía sentir cerca de su hogar en Alemania. Deseaba aislarse a leer, escribir, investigar y vivir en soledad, y ver cada amanecer con su atardecer, y por las noches mirar el cielo estrellado, como si fuera su alma, mientras calentaba sus manos, disfrutando de la suave textura de una pipa de raíz de cerezo.
En el convento veían como algo normal la torre, y la ignoraban más cuando la espesura del bosque la ocultaba entre cipreses, abetos y arbustos, solo dejó dos entradas y salidas de piedra, una al Occidente y otra al Oriente.
Los que se atrevían a traspasar el soto, lograban ver la torre cuando se la topaban de frente por sus curvas, cubiertas de hiedras, más de uno llegó a golpearse rudamente con la rocosa pared. Para evitar esas molestias, pocos se atrevían a ir a ese hueso de la tierra, sino estaba acompañado por el fraile y eso ocurría muy de vez en cuando. Solo yo, tenía la libertad de entrar al torreón, y me llegue amañar en ese sitio que evadía la forma del cuadrado. En la torre, no existían rincones ni ángulos, lo curvo y lo circular dominaba las altas paredes de piedras, ventanas de madera, mesas, sillas y la luz del día se colaba a través de vitrales que hacían huir la oscuridad en tenues y etéreas franjas de colores que evitaban crear sombras. Cada objeto, con una energía particular, escondía una historia: el secreto de su origen. La puerta era de cedro, porque para el fraile era la madera sagrada por excelencia, desde el día que Noé hizo el arca salvadora para sobrevivir al diluvio de esa madera.
Se corría el rumor en Palmira de que los árboles y arbustos que rodeaban ese montonón de rocas tenían poderes mágicos, para protegerlo de los intrusos. Esta creencia la difundió él, pues en ocasiones al entrar y salir tenía la costumbre de orar un Padre Nuestro, difícil de oír por los cambios de voz que hacía, junto a otras cortas oraciones. Cuando terminaba de orar, entraba a su extraño cobijo y lanzaba sobre la puerta gotas de agua bendita. Esto lo interpretaban los novicios como rituales de apertura y rezos de protección, contra todo aquel que traspasara el lugar sin su aprobación. En el fondo era un ritual al cual se obligaba, para evitar la soberbia que le podía invadir ante el gozo por la soledad, y el silencio cuando pasaba horas escribiendo su diario y releyendo las páginas de sus libros predilectos. Así acallaba esa angustia hiriente, que solo lograba evadir cuando se olvida de sí entre palabras, al sembrar, y cuidar los huertos, de los que extraía esencias para sus pócimas.
El temor al torreón y al bosque con el tiempo se acrecentó y para muchos dejó de ser un rumor hasta llegar a convertirse en una inquietante realidad. Durante el seminario de Teología de Fray Miguel, conversó sobre las creencias que giraban alrededor de las lagunas, los páramos, los árboles, las rocas que los rodeaban, después leían el éxtasis místico que relata San Agustín, en sus manuscritos esotéricos y cómo a través de la palabra, la realidad se abría en su esencia, y un simple paisaje se transformó en una asombrosa visión, como lo fue una de las noches que fue tocado por la Gracia Divina. Cuando la oscuridad se convirtió en miles de pequeños torbellinos azulados y en sus vórtices había cientos de ojos gatunos, las estrellas brillaron como nunca antes las había visto, y los cipreses parecían llamas silenciosas que buscaban acariciar la luna.
Tras terminar de leer, cerró el libro y acotó:
– Esa experiencia sublime la tuvo San Agustín, en un bosque de cipreses, árbol del reino de los muertos, del hades, por eso es mejor resguardarse y evitar andar deambulando las noches en que la luna se oculta y se abren las puertas del inframundo entre sotos de estos longevos árboles. Asclepio, el dios griego de la Medicina, también amaba a este árbol que nunca deja caer su verde follaje, era una presencia que señalaba la inmortalidad tras la muerte, y no existe mejor saber para curar que conocer de cerca a la muerte. La cruz en que crucificaron a Cristo era de ciprés, resucitó por haber sido clavado en un símbolo de la muerte y la vida…
Añadió, bajando la voz:
Estos relatos hacían que el temor de los agustinos de Palmira, los dominara, a causa de las antiguas creencias que giraban alrededor de los acontecimientos, que se rumoraba, ocurrieron en ese bosque.
Como el de un novicio, quien una neblinosa tarde se adentró al bosque tras pasar el huerto, se había burlado de los temores de sus compañeros y decidió probarles cómo estaban dominados por supercherías. Ante el asombro de todos partió con paso firme, pero al oír el ulular de los búhos y al sentir de cerca el vuelo rasante de los murciélagos, aminoró el paso y empezó a caminar con sigilo hasta la cercanía del pozo. Sintió cómo sus piernas empezaban a enredarse entre poderosas raíces, y espinosas ramas lo inmovilizaron. Durante toda la noche no pudo librarse de sus verdugos; hasta el canto del primer gallo, que acompañó el amanecer. Al llegar a la capilla para la Prima, tenía la sotana llena de barro y estaba fuera de sí. Pocos creyeron su parloteo, porque era un novicio algo jalado, pero sembró en todos la duda, días después rompió su silencio:
– Logré entrar hasta el pozo del jardín cercano a la torre, llegué a ver el resplandor de la velas del torreón filtrarse por los cipreses y empecé a sentir que algo aprisionaba mis piernas. No logré ver nada por la niebla y la oscuridad.
Para que no pensaran que había tenido una alucinación, mostró las magulladuras de sus piernas y tobillos. Cuando le contaron ese relato a Fray Bernardo, abrió los ojos como si fuera a devorar a quien lo contaba:
– ¿No vio también a hechiceras volando y duendes con barbas floreadas entre arbustos encantados? La gente asustadiza y tomadora como fray bibliotecario, y sus amigos, ven lo que sea cuando toman miche con belladona. Sin esperar respuesta a sus palabras, puso en las manos del novicio una botella de este licor andino, y, sin mediar palabra alguna, les dio la espalda y se fue cojeando a su celda. Esa noche al salir de los comedores todos se burlaron del aterrado joven y de milagro se salvaron de que no llamaran a capítulo a todos los novicios por su culpa. Desde ese día el atrevido novicio no pudo quitarse el mote de “El jalado del torreón”.
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